Quilapayún Header Quilapayún - Sitio oficial
Quilapayún: Hubo olvido entre la Revolución y las Estrellas
FuenteRevista: CARAS Y CARETAS FechaDiciembre 1983 PaísArgentina


Edición transcrita/traducida

Quizá porque recién cuando vuelve alguien, uno entiende por qué se ha ido, sea imposible escribir con precisión sobre Quilapayún. Y lo es pues no puede juzgarse a un hecho histórico con las variantes de un producto cultural, de un recital, de una poesía. Lorca es hoy mucho más que aquél poeta cantándole al agua verde: detrás de Lorca están los horrores del franquismo, el odio desatado, Guernica. Miguel Hernández es mucho más que la Nana de la cebolla cantada a un hijo hambriento, es mucho más que un jornalero que le canta a un chico con la yunta: es la fuerza del hombre libre, del hombre revolucionario, muerto en las prisiones del enemigo del hombre. Pablo Neruda es mucho más que un mar y unas campanas: es quien alzó su voz ante el crimen, como un grito que traspasa los papeles, los libros, la tipografía.

Victor Jara, en esa noche del recital de Quilapayún el 24 de noviembre, también fue mucho más. Aunque no estuviese. Aunque los “Quilapayún” -por esos errores imperdonables de la culpa y del olvido- ni siquiera hayan pronunciado su nombre. Victor Jara fue más que ese grupo que creara y que moldeara y a quien le escribiese sus mejores canciones que -en esa noche- brillaron por una ausencia inexplicable. Decimos, Victor Jara fue quien estuvo en el Luna Park, ante diez mil personas, no ya levantando un poema desde la nada. Fue él quien estuvo en esas banderas chilenas y en las banderas argentinas y en las banderas rojas que poblaban el Luna, levantando con la gente sus ma nos cercenadas, su guitarra combativa.

"La Muralla”, "Membo”, “Valsecito de Colombes”, “Cantata Santa María de Iquique". La voz de Armando Tejada Gomez ampliando con el drama de los desaparecidos argentinos el tema de Eduardo Carrasco -director de los Quila- el "¿Dónde están?" Una masa de golpes que llegaron desde esos ocho hombres vestidos de negro, bajo unas luces rojas, sobre un escenario triste. Triste porque pese a los claveles, a los bailes arrancados por su talento musical y la vitalidad de su canto, no pudieron impedir que estuviera marcado por las muertes. Triste porque esa guitarra (uno se daba cuenta) ya no estaba armada, ya no estaba cargada de la pasión que sí tenía el público argentino. Que sí tiene el pueblo chileno. Triste porque Salvador Allende fue un fantasma, y el viejo Pablo una mención no más, y tantos patriotas chilenos ni siquiera figuraron. Ni por un momento.

"No me sirve tan mansa la esperanza” escribió alguna vez Mario Benedetti. "Ahora estamos en la revolución y las estrellas" señalaron desde el escenario ante un público que se preparó para verlos nuevamente. Aunque jamás lo hayase visto. Verlos como se los imaginó en los cuartos cerrados, casi clandestinos, donde el canto del pasado era la única sirena para tirar para adelante y seguir.

"Hay que encerrar a Pinochet en la Capilla Sixtina -dijeron en tono que pareció cómico-- hasta que pida perdón". Un muchacho en medio de la platea se paró. ¿Veinticinco, treinta años? No se lo veía bien. Lo que sí se escuchó fue su "Ma qué perdón ni perdón: ¡Paredón!", Los Quila podían sonreír vaya a saber por qué truco del humor; pero la popular -allí donde se apiñaban los encerrados en esos cuartos que dijimos atronaba con "Pinochet, Pinochet / Queremos una cabeza y pensamos en usted'. O "Y ya lo ve / y ya lo ve / Hay que matar a Pinochet”.

Allí, entre las gradas de cemento, no había tiempo para el humorismo ni la frase filosa ni la mansa-esperanza. Seguramente porque los espectadores dejasen de serlo para ser gente común; pueblo con ganas de ver a pueblo chileno combatiente, ganando espacio para la hermandad de la revolución. Acá abajo, vaya a saber qué pasa en las estre-las.

Pese a la magia, a la fuerza, a los coros. Pese a la excelente participación en el recital de Patricia Andrade y los "Quintral", no hubo encendedores flameando entre la oscuridad. Faltaba algo, como si la música no bastase. Faltaba algo querible y querido.

Hacia el final las luces se encendieron y hubo un Luna Park de pie, como de igual a igual frente al escenario. No querían más valsecitos parisinos, ni tangos cantados por compromiso ni palabras cómicas ni dulzura fabricada. Allí, , frente a frente, hombres de negro con guitarras y quenas, y hombres y mujeres vestidos de esperanza no mansa, cantaron la canción.

"El pueblo unido jamás será vencido" se largó desde abajo y desde arriba sonaron los instrumentos. Y "Quilapayún" creció, por un momento, hasta donde uno sabe que debe estar, para cuando esa canción se cante en "las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentada" -como dice Milanés-.

Allí, donde la guitarra de Victor Jara debe andar dando cacerolazos por las alamedas junto al pueblo. Con sus manos -eso sí- de estrellas.