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El exilio, puerta del mundo…
FuentePeriódico: LE COURRIER SAVOYARD Fecha19 Febrero 1982 PaísFrancia


Edición transcrita/traducida

QUILAPAYÚN EN ANNEMASSE

Érase una vez un país… Chile, 1965. ¿No era acaso el amanecer de una era nueva? Hoy persiste el recuerdo de una extraña esperanza, perpetuada por un grupo folclórico creado entonces: Quilapayún. Poco tiempo después, el presidente Salvador Allende los designó “embajadores culturales del gobierno chileno”. El folclore chileno venía a nuestro encuentro. Chile, 1973. Las puertas se cierran. Lo que ahora se llama prisión, era una prisión oculta tras la muerte. Quilapayún estaba en el extranjero. Su prisión se llamaría entonces el exilio. Érase una vez su país

«Tuvimos que aprender a vivir». La voz del portavoz del grupo es suave. Los aplausos de las 1300 (¿1400?) personas, que literalmente tomaron por asalto Château-Rouge el pasado jueves 11 de febrero, dejaron el espacio de la sala extrañamente silencioso. Es el momento del post-espectáculo, cuando cada uno guarda su instrumento, su poncho, con una sonrisa. Siempre la sonrisa en los Quilapayún.

El exilio es una suerte de injerto. El grupo se volvió un árbol injertado que daría otros frutos. Solo el tiempo convirtió ese injerto en despertar. El exilio, doloroso al principio, nos obligó a comprender, a aprender nuevas formas de expresión. Esta toma de distancia nos acercó progresivamente a los demás. En realidad, nos abrió las puertas del mundo.

La voz modula sus inflexiones; canta al evocar los lazos familiares en Colombes (suburbio de París) o la comunidad con raíces; se vuelve triste y grave al hablar de los hermanos chilenos y de todos los hermanos que las dictaduras aplastan. Solidarios, sí, lo siguen siendo.

Nos despedimos, ya es tarde. A la mañana siguiente, Quilapayún estará en Mâcon, donde —al igual que en Annemasse— el espectáculo fue doble, tanto por su intensidad como por su público. Un talento sólido, con acentos de genialidad, una música muy elaborada, a menudo basada en ritmos bárbaros (¿de ahí el nombre “Quilapayún”?), tres barbudos y un rostro femenino, al parecer, rasurado. Celebridades silenciosas, negras de ponchos negros. Las imágenes de músicos-cantantes no los capturan: son hombres de la memoria. No hablan de su exilio en Sudamérica. ¿Y no se pinta acaso simplemente en recuerdo o en homenaje, en la “alegoría de la memoria” del corazón de su octeto, a través de la ronda, la quilla? ¿El hombre-del-poncho-negro no tiene entonces ninguna otra función? que ninguna frontera detenga.

RITMOS Y MÁXIMAS

Avanzan así, desde que el exilio es su única estación, cruzando fronteras, llevando en alto y tejiendo la herencia de un folclore inmortal, y la visión de un mundo nuevo. Sus voces ruedan, piedras pulidas por las inclemencias, se amplifican, lapidan los reinos y los tontos caimanes; luego se apaciguan, acariciando un recuerdo. Y las voces parten de nuevo, en busca de un ritmo inesperado, el de las músicas hermanas: indígenas, españolas, afrocubanas. Nace otro folclore, personalizado, original, siempre marcado con el sello de la autenticidad. Los músicos se detienen, el tiempo de hojear su “libro de la sabiduría” (sí, pícaros, conversadores, sabios… “¿Y si repartiéramos a todos la cuarta hoja del trébol?”…). ¿Durante cuánto tiempo más el retórico conmoverá con su canto al prisionero? El hombre intempestivo, el prisionero: “esa luz en la cual los pensamientos, etc., se pusieron a nadar”… Poetas, se inclinan ante Pablo Neruda, Federico García Lorca y todos los que los precedieron.
Después del espectáculo. “Uno de los siete” toca para nuestro placer las cuerdas del charango, pequeña guitarra cuyo dorso está cubierto por el caparazón del tatú (mamífero sudamericano)… Noche organizada por el M.J.C. del Centro.

Exiliados políticos, sus gritos acusan: “¡Hay que entrar enterrar a Stalin todos los días…!” “¡Hay que encerrar a Pinochet en la Capilla Sixtina hasta que pida perdón!” (¡Pobre capilla!), lanzan verdades que no desentonan, voces intensas que, por la memoria y la noche, se ausentan, fijadas además en la deriva de las estaciones. Un poema le da al otoño el testigo que alarga el verano: “Si el exilio no deja de ser un fruto para el hombre”, la ausencia no romperá la vaina de nuestro poema, ni impedirá el porvenir de la voz del hombre.