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Quilapayún en St-Denis: exorcismo y hechizo
FuentePeriódico: LE DEVOIR Fecha12 Marzo 1979 PaísCanadá


Edición transcrita/traducida

El sábado por la noche, en el Théâtre Saint-Denis, 1.500 personas —la mitad de ellas de origen chileno— asistieron al excelente espectáculo del grupo chileno Quilapayún, y a la intervención, como lo dijo Vigneault, en “vedette americana”, de Claude Léveillée, Paul Piché, Claude Gauthier y Gilles Vigneault.

La velada, organizada por el Comité Quebecois por un Chile Democrático, estuvo “bendecida” por la hija de Salvador Allende, Isabel, y por el ministro de Estado para el Desarrollo Económico de Quebec, el Sr. Bernard Landry.

La pasionaria de todos los chilenos opositores al régimen de Pinochet pidió a los quebequenses que participen del movimiento mundial de boicot a los productos chilenos, y recordó que el nivel de vida en Chile ha caído un 50% desde 1972, y que el salario mensual promedio actualmente es de 35 dólares. El boicot, dijo la Sra. Allende, está respaldado por los sindicatos libres de Chile y es considerado como el contrapeso indispensable a las luchas que se llevan a cabo dentro del país.

El Sr. Landry, por su parte, aseguró a los chilenos opositores a la junta militar el apoyo inquebrantable del gobierno de Quebec hacia su causa. Quebec —dijo el ministro— está feliz de acoger a 3.000 refugiados chilenos. Cuando ellos puedan regresar a su país, los quebequenses estarán tristes de separarse de sus amigos, pero felices de saber que han recuperado el “derecho a vivir en su tierra”.

El ministro concluyó en español con el célebre: “El pueblo unido jamás será vencido”.

Flotaba en la sala una atmósfera política y militante, casi palpable, casi tangible. A diferencia del tedio que generan los discursos revolucionarios pronunciados por militantes profesionales en manifestaciones sindicales, aquí se sentía el peso real de la lucha chilena, y las manifestaciones artísticas estaban atravesadas por una dimensión política manifiesta.

Cada llanto de niño en la sala podía ser el de una víctima del régimen de Pinochet, cuya madre, padre o hermano permanecen desaparecidos, salvo cuando aparecen cadáveres que se logran identificar. Y como la tortura en Chile no es una invención de la izquierda, sino un hecho reconocido por organismos internacionales perfectamente neutrales, existía allí un vínculo directo, un vínculo de sangre, que dejaba pálido al discurso “revolucionario” quebequense.

Así, Claude Léveillée, en sus monólogos melodramáticos en español, solo logró conmover a unos pocos incondicionales. Paul Piché, con su estilo rudo, su guitarra brutal pero efectiva y su lenguaje elemental, incomodó a más de una alma sensible, incluidas las de los ministros Bernard Landry y Jacques Couture, que no apreciaron el llamado a las armas del joven ídolo de los estudiantes de CEGEP.

“Aunque no nos guste la idea de matar a gente como Trudeau, creo que vamos a tener que llegar a eso —declaró Piché—, porque si no son ellos (los fascistas) los que van a dispararnos a nosotros”.

Claude Gauthier, que eligió cantar canciones de amor en lugar de sumarse al “trip” del gran lamento que habría parecido deslucido junto a las composiciones de Jara, Neruda y Allende, cantó al amor y a la mujer. Fue abucheado por algunas feministas aún conmovidas por el Día de la Mujer, sin duda, porque comenzó diciendo que le gustaría tener un hijo con una mujer, agregando luego que admiraba a las mujeres “soldado” y a las mujeres “de liberación”.

Vigneault, por su parte, fue perdonado casi mágicamente, tal vez porque es tan popular que ningún grupo se atrevería a abuchearlo cuando canta a la vieja Irène, que, con amor, cose colchas hasta los 100 años.

Las multitudes siempre son un poco tontas, incluso cuando están llenas de buenas intenciones.

Y entonces apareció Quilapayún. El grupo de chilenos que vive en las afueras de París desde 1973, esperando un cambio de régimen en Santiago, ofreció un espectáculo de duración razonable, utilizando guitarras, tambores indígenas, charangos, flautas andinas y siete voces melódicas de notable armonía.

El grupo pasa con soltura de cantos revolucionarios cubanos a himnos de marcha, a las lamentaciones (donde se lucen más), e incluso al folklore.

Así, lograron un éxito inesperado con una canción tradicional titulada “La Cocinerita”, que narra la historia de una familia que perdió a su cocinera (léase: su mamá/esposa) en un carnaval. ¿Qué puede haber más detestable que un carnaval donde se come y bebe hasta vomitar y orinar el territorio de los pobres, y además se pierde a la cocinera?

Esa acumulación de estereotipos pasó sin problemas ante un público ya conquistado.

Quilapayún es un grupo de jóvenes vestidos de negro, un fascinante vuelo de cuervos que anuncian la caída de un gobierno enfermo. Interpretaron canciones desgarradoras como “Mi Patria”, basada en un texto de Salvador Allende. Pero también hicieron partícipe al público de una sesión de hechizo inca (versión historieta), donde se pidió a la sala repetir la palabra “malembe”, que significa algo como “que el mal caiga sobre ustedes” o más simplemente “muy mal”. Este encantamiento, coreado por toda la sala, estaba —como es obvio— dirigido a Pinochet.

Si hay en el mundo 500,00 personas que han enviado esta invocación al cielo o al infierno, hasta el más incrédulo entre nosotros tiene derecho a pensar que esto acabará teniendo algún efecto.

Quilapayún ofreció un espectáculo perfecto, con un equilibrio entre musicalidad refinada, ritmo y nobleza. Tanto por la causa de Chile.

François Roberge