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Siete voces por Chile
FuenteRevista: LA VIE Fecha4 Enero 1977 PaísFrancia


Edición transcrita/traducida

Salvador Allende los había convertido en sus mensajeros. Exiliados, los Quilapayún continúan. En el Théâtre de la Ville, en París, cantan la esperanza de su pueblo.

QUILAPAYÚN significa “Tres barbas”. En los años 60, en Chile, llevar barba era más que un signo de inconformismo, era una forma de protestar contra el sistema.

Para Rodolfo y Eduardo Carrasco, estudiantes en Santiago en 1960, fue el comienzo de una carrera.

—Cantábamos, tocábamos en las universidades —dice Eduardo—. La Nueva Canción Chilena retomaba canciones obreras y campesinas, y la música indígena recuperaba un repertorio en peligro, porque la moda entre los círculos burgueses era escuchar música y canciones americanas o europeas.

Sin embargo, la música indígena seguía viva. Hoy, en el norte del país, no es raro encontrarse con orquestas indígenas que interpretan tanto música folklórica como éxitos del momento.

—¿Ese movimiento de la Nueva Canción Chilena defendía, entonces, el folklore?

—Sí, y no era por un gusto nostálgico del pasado. Era reencontrarse con una tradición de cantos de trabajo, de protesta, de testimonios de obreros explotados. Redescubrimos obras muy interesantes, canciones que hablan de condiciones inhumanas de trabajo en las minas —nuestro país es muy minero, sobre todo de cobre—, de huelgas y represiones muy duras. Algunas de esas canciones tienen 80 o 100 años de existencia.

—¿Cómo lograron redescubrir todo ese repertorio?

—Una artista, Violeta Parra, que sigue siendo una de las más grandes figuras de la Nueva Canción Chilena, pasó años recolectando y buscando letras y melodías folklóricas. Instauró una carpa en Santiago, donde invitaba a todos los que quisieran cantar. Era muy popular entre los estudiantes. Su éxito creció. Fallecida en 1969, Violeta Parra se ha convertido en una especie de mito; sus hijos han continuado el legado.

—¿Cómo se convirtieron en profesionales?

—Ocurrió algo muy importante hacia 1965: el encuentro de la Nueva Canción con el movimiento obrero, que estaba creciendo mucho. De forma muy espontánea, unos y otros se dieron cuenta de que tenían los mismos objetivos. Los obreros encontraron en las palabras y la música de los artistas lo que ellos querían expresar, y los artistas descubrieron en el movimiento social la actualidad de lo que cantaban. Era real, existía.

Para nosotros, entre 1965 y 1970 fue un período muy intenso: tocábamos en escuelas, fiestas, comités de empresa, estos últimos representaban cerca del 80% de nuestra actividad.

—¿No había de su parte una tentación de adoctrinar, de forzar la mano del público?

—En Chile, la clase obrera es muy consciente, muy lúcida. Creo que si hubo de nuestra parte esa tentación intelectual, no duró mucho. Y sobre todo nos beneficiamos de la experiencia de toda esa gente que trabajaba y que tenía ideas claras de lo que quería expresar.

—Cuando Salvador Allende llegó a la presidencia, su situación cambió un poco. Fueron nombrados “embajadores culturales”. ¿Qué significaba eso?

—El gobierno deseaba que los artistas dieran testimonio de lo que realmente pasaba en Chile, como lo habían hecho hasta entonces.

—¿Hacían entonces propaganda oficial?

—Hacíamos lo que siempre habíamos hecho: cantar canciones, tocar una música que expresaba los sentimientos, las esperanzas, las rabias de nuestro pueblo. Era una operación de verdad frente a las calumnias y campañas desfavorables. Fuimos elegidos por nuestros compatriotas, y esa tarea era más bien un honor que propaganda al servicio de intereses privados o ambiciones personales.

—Entre 1970 y 1973, Quilapayún se presentó en todo el mundo. ¿Se aceptaba en todas partes que la música y la canción estuvieran tan marcadas por sentimientos políticos?

—No en todas partes. Digamos que en Escandinavia, esa actitud es completamente aceptada, bien recibida. En Francia es un poco diferente.

—Estaban justamente de gira en Francia en septiembre de 1973, cuando ocurrió el golpe de Estado y la muerte de Salvador Allende. ¿Cómo reaccionaron?

—Por supuesto, nos vimos sacudidos por lo que acababa de pasar y nos hicimos la pregunta: ¿qué hacemos? De manera unánime decidimos continuar nuestro trabajo. Más que nunca, Chile necesitaba nuestras voces. Cuatro días después del golpe, dimos un recital en París, para mostrar claramente nuestra determinación.

—Desde entonces, son artistas chilenos en el exilio. Es decir, están separados de ese pueblo que cantan y del que extraen su sustancia.

—Sí. Si bien físicamente esa separación es difícil, dolorosa, hemos descubierto la necesidad de crear, con ese profundo apego que conservamos por nuestro país, la esperanza y la lucha de nuestros compatriotas. Al torturar y asesinar a nuestro amigo Víctor Jara —quien fue director de nuestro grupo— en el estadio de Santiago, los militares manifestaron sus intenciones: se trataba de matar la cultura popular, de impedir la creación que se pone al servicio de los trabajadores, obreros y campesinos. Hoy, casi todos los músicos chilenos están fuera del país. La experiencia nos ha hecho lo que somos. Seguimos nuestro trabajo al servicio del pueblo chileno.

—¿Cómo saben lo que se piensa allá de sus nuevas canciones?

—Todas nuestras grabaciones llegan a amigos allá, y conocemos sus reacciones. Sobre uno de nuestros últimos discos, El pueblo unido jamás será vencido, nos dijeron: “Es demasiado nostálgico, necesitamos de ustedes para la esperanza, no para mantener un espíritu pesado”. Y trabajamos con un espíritu más confiado en nuestros últimos discos: Adelante y recientemente Patria.

—Al mismo tiempo, viven en otro contexto, en un país con otra tradición de música popular. ¿Eso no influye en su trabajo?

—Estamos abiertos a todas esas influencias. Forman parte de lo que vivimos. No renegamos nada. Toda experiencia puede ser positiva...

—Ahora viven en Francia. ¿Provisionalmente, o ya están instalados de forma definitiva?

—Vivimos en la periferia de París, en el mismo edificio. Cinco de nosotros estamos casados y cada uno tiene su departamento. Vivimos de manera muy comunitaria, tanto desde el punto de vista financiero como en la vida cotidiana. Nuestra solidaridad, el espíritu en que vivimos, nos ayuda mucho. Creo que nuestro trabajo depende mucho de eso.

Pero no formamos un gueto. La gente que nos rodea nos ha acogido perfectamente. No sentimos que seamos extranjeros. Digamos que estamos instalados aquí por lo esencial: la vida de nuestro grupo, la educación de nuestros hijos, nuestro trabajo de creación, los espectáculos que damos...

Dicho esto, si el régimen de la junta cayera, al día siguiente estaríamos listos para regresar al país. Como hizo Mikis Theodorakis cuando Grecia se libró del régimen de los coroneles.

—Ser un artista en el exilio exige mucha tenacidad y perseverancia. Muchos acaban por convertirse en postales sonoras más que en artistas que cantan en nombre de su pueblo. ¿Es posible mantenerse mucho tiempo en estas condiciones?

—No, si se plantea la pregunta en esos términos. Pero para nosotros, no es un problema. Nuestra vida está dedicada a la lucha con nuestros medios, que son la música y el canto. Pienso que siempre será así. Incluso si el pueblo chileno recuperara el poder, nada estaría resuelto, y en Chile, Quilapayún seguiría su trabajo con el mismo espíritu. Somos hermanos de todos los que viven en la miseria, y esta puede tomar muchas formas. Realmente hay ahí material para llenar toda una vida de artista.

Las Quilapayun cantan todas las noches a las 18.30 horas en el Théâtre de la Ville, hasta el día 15.

François-Régis Barbry